Invierno

Existe belleza en el acto de derramarse, en el escondite de la aflicción del alma. 

La maravillosa redención, lección y crecimiento que produce el fuego quemando cada centímetro del cuerpo. La belleza de aprender a dolerse, no resistir la poda, y no sumergirse en lagunas de autocompasión. 

La maravilla de desbordarse en la noche y levantarse en la mañana mirando al cielo, dando gracias por el riego y por un nuevo día.

La gratitud por ese dolor que sana, que aunque parece que va a partir los huesos a su paso, termina derrumbando murallas en el interior. Ese, el dolor que sabe descongelar el corazón. 

Precioso dolor que late, late fuerte e invita a vivir, vivir y dejar de existir. Dolor que lleva consigo un sentido, un para qué y un porqué. Ese dolor que no se lame pero se respeta. 

Hermoso es el dolor que construye lo que la resistencia y el corazón de piedra demolieron e impidieron. 

El dolor que enseña que hay otro poder más fuerte que él. Ese que hace miles de años de rodillas se derramó en carmín y aún así decidió cargar con la aflicción. 

Bello, 
Bello el dolor que quema en el interior y no altera la decisión. 

Porque puedo dolerme,
Puedo desbordarme,
Puedo quebrarme,
Una y mil veces

Pero eso nunca podrá afectar mi decisión de caminar aunque me tiemblen las piernas, de respirar aunque se me pierda el oxígeno de camino al pecho, de mirar al frente aunque crezcan olas en mis ojos.

Ahí está la belleza de mi dolor, cuando le permito construir, sanar y restaurar mientras yo continúo caminando.
La hermosura del dolor existe,
cuando a pesar de sentir que mi alma no soporta más, que mis pulmones van a explotar y que el corazón saldrá volando de mi pecho, yo puedo decidir mirar al cielo, y escuchar las melodías de la eternidad y no el crujir de huesos que puedan gritarme por dentro. Porque sé y confío en que este dolor valdrá la pena y me llevará a convertirme en la persona que la palabra misma diseñó.

No soy mi dolor, soy lo que decido hacer con él. 

Puedo utilizarlo como plataforma para estar más cerca del cielo o puedo ahogarme en él, viendo cómo los días me atropellan mientras yo me dedico a arrancarme las costras del corazón.

No es fuerte el que no llora y no se duele. Es el valiente el que a pesar de que se le queme la vida por dentro decide seguir caminando y creyendo en el autor que sostiene el universo. Ese que nunca prometió vida sin dolor, pero sí declaró una vida abundante aún en invierno. 

Invierno, 
la belleza de la desnudez y vulnerabilidad. Ahí, donde no hay hojas con las que me pueda ocultar. Donde mi ser se expande. Ese lugar donde se gesta la primavera.

Ciertamente es invierno,
Pero la traslación me grita que primavera llegará y con ella mi corazón ensanchado. 

Invierno cocina mis esperanzas, fuerzas y sueños, puedo gozarme en él. Pues la belleza no le pertenece a una estación sino a quien las creó y vio que eran y son  buenas.

La belleza reside en que mi dolor existe y late en mi interior, pero no me detiene ni altera mi decisión. 

Invierno

Existe belleza en el acto de derramarse, en el escondite de la aflicción del alma. 

La maravillosa redención, lección y crecimiento que produce el fuego quemando cada centímetro del cuerpo. La belleza de aprender a dolerse, no resistir la poda, y no sumergirse en lagunas de autocompasión. 

La maravilla de desbordarse en la noche y levantarse en la mañana mirando al cielo, dando gracias por el riego y por un nuevo día.

La gratitud por ese dolor que sana, que aunque parece que va a partir los huesos a su paso, termina derrumbando murallas en el interior. Ese, el dolor que sabe descongelar el corazón. 

Precioso dolor que late, late fuerte e invita a vivir, vivir y dejar de existir. Dolor que lleva consigo un sentido, un para qué y un porqué. Ese dolor que no se lame pero se respeta. 

Hermoso es el dolor que construye lo que la resistencia y el corazón de piedra demolieron e impidieron. 

El dolor que enseña que hay otro poder más fuerte que él. Ese que hace miles de años de rodillas se derramó en carmín y aún así decidió cargar con la aflicción. 

Bello, 
Bello el dolor que quema en el interior y no altera la decisión. 

Porque puedo dolerme,
Puedo desbordarme,
Puedo quebrarme,
Una y mil veces

Pero eso nunca podrá afectar mi decisión de caminar aunque me tiemblen las piernas, de respirar aunque se me pierda el oxígeno de camino al pecho, de mirar al frente aunque crezcan olas en mis ojos.

Ahí está la belleza de mi dolor, cuando le permito construir, sanar y restaurar mientras yo continúo caminando.
La hermosura del dolor existe,
cuando a pesar de sentir que mi alma no soporta más, que mis pulmones van a explotar y que el corazón saldrá volando de mi pecho, yo puedo decidir mirar al cielo, y escuchar las melodías de la eternidad y no el crujir de huesos que puedan gritarme por dentro. Porque sé y confío en que este dolor valdrá la pena y me llevará a convertirme en la persona que la palabra misma diseñó.

No soy mi dolor, soy lo que decido hacer con él. 

Puedo utilizarlo como plataforma para estar más cerca del cielo o puedo ahogarme en él, viendo cómo los días me atropellan mientras yo me dedico a arrancarme las costras del corazón.

No es fuerte el que no llora y no se duele. Es el valiente el que a pesar de que se le queme la vida por dentro decide seguir caminando y creyendo en el autor que sostiene el universo. Ese que nunca prometió vida sin dolor, pero sí declaró una vida abundante aún en invierno. 

Invierno, 
la belleza de la desnudez y vulnerabilidad. Ahí, donde no hay hojas con las que me pueda ocultar. Donde mi ser se expande. Ese lugar donde se gesta la primavera.

Ciertamente es invierno,
Pero la traslación me grita que primavera llegará y con ella mi corazón ensanchado. 

Invierno cocina mis esperanzas, fuerzas y sueños, puedo gozarme en él. Pues la belleza no le pertenece a una estación sino a quien las creó y vio que eran y son  buenas.

La belleza reside en que mi dolor existe y late en mi interior, pero no me detiene ni altera mi decisión.